EXCALIBUR


    El futuro rey Arturo, que todavía no era más que un enclenque destripaterrones, se dirigía, como cada mañana, a destripar terrones. Dado que el gallo Rowland estaba afónico desde que lo mataron para comérselo la semana anterior, Arturo se levantó tarde, sucios y legañosos los dos ojos. Recibió como consecuencia de ello unos pescozones del dueño de la inmunda granja Dirty Grass, donde siervo y amo vivían como cerdos: Exactamente igual. El dueño, el ponzoñoso y cruel Phillip Drunk, le daba pescozones todo el tiempo, pero pan y cerveza sólo dos veces al día.

    Y andaba Arturo dándole golpes a los helados terrones de la tierra dura y seca para poder sembrar en ella más tarde, cuando, de repente, ¡splottot!, o mejor aún, ¡splátaratt!, se cayó al suelo. No más de media hora tardaría en levantarse, ágil como un gato, diciendo ¡ahummff! y a lo sumo un cuarto de la misma medida de tiempo invertiría, poco más o menos, en averiguar la causa de su pérdida momentánea de verticalidad (no tan momentánea, si nos ponemos rigurosos), y diciendo ¡ahahá! en esta ocasión.
   
    La causa exacta, se dijo, ha sido un tropezón ¡tump!. Y añadió para sí, pues no había nadie añadido a quien añadir:
   
    “Algún hardhead (cabeza dura, tarugo, literal del inglés del medievo) ha dejado clavada aquí su espada como si tal cosa, y se ha ido, posiblemente a continuación, sin ella. Vaya un desaguisado o contratiempo.”
   
    No se le ocurrió ni por un momento el intentar sacar de allí, clavado que seguía, el espadón enorme. Ni hablar, se dijo, que han de venir después los disgustos, ya sea en forma de problema lógico insoluble o, quién sabe, patada simple en la nariz.
   
    Recapacitado que hubo, Arturo en principio sin apellido, tuvo que recurrir a gentes principales a quien comunicar el incidente acaecido, aunque sólo fuera por contárselo a alguien.

    Desechó en línea directa ascendente jerárquica a Phillip Drunk, por muchas razones. Pero la más importante era que la daga gigante no podía ser suya, pues Phillip no cortaba ni el pan, del miedo atroz que profesaba a los cuchillos. Sólo su lengua era afilada. Y la de su mujer, Sara Motts, aún más. Eran hirientes en sus comentarios y daban respuestas frías y cortantes. Aún hoy se les considera precursores del “dejar cortado a alguien en una conversación”. Pero jamás fueron a la Corte.

    Decidió ir pues a la aldea más cercana a su granja miserable, Wood Place, que con el tiempo pasó a ser un almacén de maderas. También la aldea resultó ser miserable, pero al menos estaba entonces de gira por ella un mago llamado el Muy Maravilloso Merlín (very magic man Merlin, ponía en su capa, pero creemos mejor seguir en la versión traducida). El mago oyó con singular atención las explicaciones entrecortadas de Arturo, dada su excitación, el frío que hacía y el carrerón que se había dado el mozo para llegar hasta allí, y no pudo menos que dar dos volteretas hacia atrás y una podada o rueda lateral. Fue entonces cuando el público de la aldea depositó algunas monedas en la pandereta del mago. En esa época de adelantos, ni el truco de las anillas ni aún el de la paloma que sale del sombrero reportaban ya la menor calderilla al artista de la ilusión óptica que había sido Merlín en su juventud.

    Pues bien, recogidas las monedas, Merlín gritó “¡ya!”. Al ver escasas reacciones entre los aldeanos, que querían más piruetas de un viejo, gritó que “¡ya ha aparecido por fin la espada que anuncia al rey de Inglaterra, coj…!”. Y el resultado lo constituyó un conjunto continuo de golpes realizados por el público congregado al juntar las palmas de las manos. Merlín pensó en el frío que hacía, y tomó nota para el futuro: The applause gives love to artists and hot to the people too, escribió en su manga, que venía a decir que al chocar entre sí, las manos se ponían calentitas, por lo que el calor era para todos energía barata y sostenible. Y más en los casos en que los actores salen muchas veces a saludar.

    Inmediatamente, se puso en marcha el aparato del Estado. Todos los nobles con sus hijos casaderos, junto a los caballeros más respetables y los menos respetados, rellenaron los impresos, siéndoles asignados de oficio un número (turn o turno) para acudir en persona al intento de arranque de la espada del sitio donde estaba, literalmente, hasta la bola.

    El tiempo para las intentonas tirantes se estableció de nueve de la mañana hasta las diecisiete horas, con veinte minutos para desayunar y una hora para el almuerzo. Merlín estaba como loco reclamando patentes. Ya había solicitado royalties futuros sobre el aplauso y ahora le venía como llovido del cielo este asunto del horario laboral. Y todo gracias al chaval, Arturo, que permanecía en su campo dale que dale a los terrones, fríos, duros y reacios a ser destripados.

    Colocados en una sola fila por orden de solicitud, los arrancaturis (del latín “los que van arrancar”, pues no existía el término inglés en esa época) tendrían tres intentos más uno con guantes, para la posible extractancia, tiración o sacaduría del estoque.

    Uno por uno, iban dejándose la ilusión junto a la tierra infame que no devolvía lo que sus entrañas daban por propia, a pesar de tratarse de una espina clavada en ella. Y uno por uno maldecían en los distintos dialectos o jergas callejeras con las que durante su cotidiana vida se comunicaban, exigían, o declaraban su amor por el dinero, el poder y demás.
   
    Brazos poderosos, muñecas de hierro no vencidas en batalla alguna, cedían ante la incapacidad absoluta y permanente al reconocer inútiles los tres intentos normales y el graciable. El resultado era el mismo, hombre tras hombre, día tras día. Hasta que llegó el último. Y tampoco, pero fue emocionante.

    Los dos obispos congregados, Thomas Jansen y Jansen Thomas, primos pero no ingenuos, dejaron que la Mano Divina decidiera.

- Pues bueno, dijeron aproximadamente el 77,231 por ciento de los congregados.

    Y todos dieron finalmente por válido dejar en las divinas manos la decisión de quién sería el rey de Inglaterra, previo arranque del pincho, eso sí.

    Una Voz realmente agradable sonó entonces en la campiña inglesa donde se desarrollaba el cotarro, a unos doscientos seis metros de donde la espada seguía insertada; y dijo la Voz a su manera (in my way):

- Teniendo como hecho consumado que los principales han hecho el ridículo más espantoso a Mis Ojos, os sugiero dejar que los que por debajo viven en poder, riquezas y oropeles, accedan sin protocolo al evento, o sea al Evento. Yo quedo así contento por mi parte (As far as I Know).

“La voz da gloria oírla”, dijeron, “pero cursi el mensaje.”
Tras un carraspeo que daba a entender plagas, miserias y pestes futuras, la Voz de la explanada añadió:
- ¡Que dejéis que lo intente uno cualquiera, coj…!

    Y, ni corto ni perezoso, o mejor aún, corto (1,63) y perezoso (eternas legañas, pestañas pegajosas), Arturo cogió su pequeño azadón y con paciencia y tenacidad fue retirando poco a poco, terrón a terrón, toda la tierra que rodeaba a la espada, de descubierto y visible al fin grabado nombre Excalibur (del celta excarbo libre o mientras leo un libro), tras lo cual el descomunal mondadientes quedó inerte sobre el agujero labrado a mano y azadón, disponible para su libertador, un mozalbete. El llamado a ser el rey de todos los ingleses envenenados por quedar como idiotas tras la prueba fallida, y el resto de los ingleses, que ya estaban envenenados por otras cuestiones que no vienen ahora al caso.

    En sus manos, la espada refulgió y refulgió sin parar, demostrando con creces varias cosas:

1) Más vale maña que fuerza.
2)  Más te vale algunas veces tener paciencia que no tenerla.
3) Otras similares.

    Por su parte, tras la intervención de ya sabéis Quién, dijeron, los dos obispos concelebraron jubilosos la extracción sin anestesia y sobre el mismo agujero pusieron la primera piedra del futuro castillo de Arturo, que no recuerdo ahora como se llama, pero que acabaría arrasado, y un ladrillito de la diminuta capilla prevista, hoy catedral de Canterbury.

    Sobre una tabla redonda (circle table), y aplicando sus conocimientos de arquitectura, Merlín hacía un esquema general del plano del edificio. Trazó un círculo, redondo también, en medio de lo que sería el salón principal y Arturo, familiar y hogareño, pidió que aquello fuera, sin dudarlo y por favor, una mesa camilla para él y sus amigotes.

    “Lo que te dé la gana, majestad”, fueron las primeras palabra dirigidas al recién investido rey, a quien la corona le quedaba ladeada pero sujeta en firme por unas orejas considerables.

    Entre preparativos y fiestas, se fundó una corte, se casó Arturo con Ginebra, si bien se repartieron otras bebidas, se pusieron verde por unos cuernos a destiempo, se separaron, casi todo el mundo se peleó con resultado de heridas de pronóstico reservado, hubo hambres y campos devastados, y al final se fueron a buscar el Santo Grial para pegarse con los árabes, porque allí, en su tierra, hacía menos frío en las moradas.

    Por su parte, Merlín formó compañía propia, la de una turgente mora que quitaba el sentido, y conoció el éxito de crítica y público haciendo desaparecer, entre otros, a mucha gente.

    En fin, cosas que pasan.




Gabriel Barrios Fedriani
Licenciado en Matemáticas
Cádiz