DOS OREJAS


    La señora Rosaura es una de esas mujeres a las que los hombres llaman hembra. Mujeres que despiertan pronto y llenan su cuerpo de redondeces, meandros, gracia, tersura y miradas, sobre todo miradas. Mujeres que entallan sus vestidos sin consideración, mujeres que arremolinan su melena negra y densa con cualquier útil y parecen antiguas matronas renacentistas en cualquier techo de cualquier basílica. Benito Talinero estuvo rápido. Nada más cumplir el servicio, habló con su padre, puso fecha, dieron el sí a Don Antonio del Arco, juntaron cuatro mantas y alguna maleta y se marcharon a la capital. Allí trabajaron los dos hasta que nació Benito su primer hijo. Después fueron varios los trabajos y dos los hijos nacidos. La señora Rosaura y Benito hacían encaje de doble vuelta y punto debré con el hilo que les daba el diablo. De otra manera nadie entendía que dieran para cuidar de los hijos, que atendieran la casa, cumplieran en el trabajo y no se olvidaran de su propio empeño. Así, cualquiera podía encontrarlos en un parque una mañana de domingo o saliendo del cine un sábado a la tarde.

     Sus primeros  ahorros permitieron comprar una casa de dos plantas en el pueblo. Con muchos años, algún madero que cambiar, necesitada de varias arrobas de cal y dispuesta al cambio de puertas y ventanas. Pero era luminosa y espaciada. Irían obrándola poco a poco y después volverían de la capital repintados con una capita fina de triunfo, lo suficiente para que todos la vieran pero no tan gruesa como para molestar.  

     Para sofocar el ahogo de la deuda, la señora Rosaura tuvo que tomar otros trabajos. Benito Talinero, aceptó también lo de los entubados del Ayuntamiento y casi no paraba en casa. En el colegio, Don Luis Camacho, director y buen hombre, rellenó los formularios para que los niños pudieran quedar en el comedor y después en la Sala de Estudios hasta bien entrada la tarde, cuando su madre los recogería.

    Así hasta nueve años el uno detrás del otro. Cuando Benitó consideró que ya podían volver, compró un enorme ramo de fresias entregamadas y un pastel de crema de higo para los niños. Entró en casa, besó a todos y dijo que ya era hora de empezar a vivir. Varias semanas después, todo estaba arreglado y un enorme camión cargado con sus cajas esperaba a que la señora Rosaura cerrase la puerta del piso alquilado y entrase en la cabina. Atrás iba Benito con los tres niños.
     
    En el pueblo sí pareciera  que vivían, que descansaban, que trabajo y ahorro se correspondían, que los hijos se atendían mejor, que vecinos y familia ayudaban y que ya no necesitaban tejer con tanta  torcedura.
 
    En el pueblo, Benito empezó trabajando en la forestal, y como era mucho lo que cundía y menesteroso su trato, al poco mandaba una cuadrilla de siete hombres. Así, la señora Rosaura no necesitaría nunca más salir de su casa.

     Pronto llegaron más hijos. Uno tras otro. Los tres mayores ya se valían solos. Tomás Redondo, el administrador,  que sabía bien cómo trabajaba la señora Rosaura, vino a la casa una tarde a decir que si quería un trabajo corto y cómodo.

    Como la señora Rosaura nunca tuvo mucho tiempo para nada, cuando le ofrecieron aquel trabajo de etiquetadora en la lechería de don Cándido, decidió quedárselo, aunque cobrase menos. Así quizás, podría dedicarles a Carlos y Miguel, los dos pequeños, de seis y cuatro años,  el tiempo que nunca dedicó a sus tres hijos mayores.

    A las cuatro y media terminaba el turno. A las cinco los recogía de la escuela. Poco después preparaba unas rebanadas con manteca y gustaba de verlos arrodillados y jugueteando entre las matas de malva de su corral. Más tarde poca cosa, quizás algo de plancha, preparar el mochilo para su hombre, zurcir cualquier prenda o poner a remojo la costilla vieja que tanto le pedía Benito, su primer hijo. Con cebolla, alguna papa también, pero con mucha cebolla.

    Aquella tarde de viernes la señora Rosaura decidió subir al doblado para sacar las sábanas de verano, que ya se hacía difícil dormir con las de franela. Bajaba y subía con bolsas y aprovechaba para guardar algún trasto.

    Después de la merienda, Carlos quiso jugar a toros y él mismo comenzaría siendo bicho. Se definió como berraco, calzado y astifino.

    Miguel empezaría la tarde. Antes había corrido a la cocina a preparar  una muleta y un estoque. Miguel salió al corral hinchado y derecho como un palomo, con su barbilla contra el cuello, al uso de los grandes maestros. Carlos rebufaba y escarbaba detrás de la pila, junto al árbol de laurel que sembró hace muchos años su abuelo Cano. A la llamada de Miguel, Carlos arrancó. Fueron varios pases que la señora Rosaura contempló sonriente desde el postiguillo de la escalera. Después continuó con sus cajas.

    Carlos iba dirigiendo los tiempos. Indicaba el cambio de tercio y hacía sonar clarines incluso cuando no tocaba. Cuando Miguel acabó su faena de muleta, su hermano se dispuso a ser matado. Incó sus rodillas y sus manos en tierra y continuó bufando. Miguel brindó a la grada y entró a matar. El cuchillo jamonero que había sacado del segundo cajón de la cómoda de la cocina quedó metido hasta su puño entre las paletillas de Carlos. Los gritos y el llanto alarmaron a Dª Rosaura,  que bajó machacando los viejos escalones de madera. Cuando llegó al corral, Miguel apretaba la muleta contra su pecho y Carlos se deshacía en un charco dulzón y espeso de roja sangre. Ya no gritaba.

    Dª Rosaura quedó blanca, lo cogió entre sus brazos y sin poder siquiera llorar preguntó a Miguel que qué haría ahora. Miguel, acercándose a ella le dijo que había estado más que bien, que la estocada fue certera y que dos orejas, que ahora tocaba concederle las dos orejas.
 


Mario Marín
Profesor de Plástica
Huelva