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LA ROMANIZACIÓN DE LA PENÍNSULA IBÉRICA Los romanos
llegan a Hispania, no para conquistarla, sino para combatir a unos poderosos
enemigos: los cartagineses. En el año 226 a. de C. Roma y Cartago
firmaron un tratado en virtud del cual se repartían su influencia sobre el
territorio de Hispania: Roma, al norte del Ebro; Cartago, al sur. Pero se
trataba de un acuerdo poco firme. En el año 219 a. de C. se reanudan las
hostilidades entre los cartagineses, dirigidos por Aníbal, y los romanos.
Hispania se convirtió en uno de los principales escenarios bélicos en el
enfrentamiento entre las dos potencias. En el año 218 a. de C. las legiones
romanas llegan por primera vez a la Península. La conquista duró doscientos
años, hasta que, en el 19 a. de C.,
las tropas romanas consiguieron someter el último foco de resistencia: cántabros
y astures. Durante esos doscientos años tuvo
lugar la adaptación al modo de vida romano por parte de las sociedades
conquistadas: es lo que se conoce como romanización. Ello supone un cambio de
vida en aspectos tan elementales como la lengua, las costumbres, la religión, el
urbanismo, el comercio, la administración... Los habitantes del sur y sureste
empezaron pronto a aceptar la cultura de los romanos; por el contrario, los
pueblos del norte y del interior sufrieron una influencia menor. El latín sustituyó rápidamente a las
diferentes lenguas indígenas, que desaparecieron, con la única excepción del
vasco o euskera. En cuanto a las ciudades, los romanos aplicaron dos
procedimientos: potenciaron las ya existentes, y fundaron colonias propiamente
romanas. La colonia es una ciudad creada por las
autoridades romanas en un lugar no urbanizado o escasamente urbanizado; podían
ser civiles o resultar del asentamiento de soldados licenciados. La más antigua
de las colonias romanas fue Itálica, fundada en el 206 a. de C. Bajo la
dominación romana, Hispania fue objeto de varias divisiones administrativas. La primera
división en dos provincias, Citerior
y Ulterior, se hizo atendiendo a
criterios militares. En tiempos de Augusto, Hispania seguía dividida en dos provincias: Citerior o Tarraconensis, y Ulterior, que estaba a su vez dividida en Lusitania y Betica. Por último, en tiempos de Diocleciano, Hispania estaba dividida en cinco provincias: Tarraconensis, Carthaginensis, Betica, Lusitania y Gallaecia. El proceso de romanización hubiese
sido imposible si no hubiese existido una buena red de comunicaciones entre los
distintos puntos del imperio. De este modo, y tomando como punto de partida la
propia Roma, comenzaron a construirse las primeras calzadas, elemento clave para el
desarrollo del imperio, ya que facilitaron tanto el transporte de mercancías
como el imparable avance de las legiones. Los romanos llegaron a disponer de
85.000 kilómetros de calzadas, que recorrían el imperio de norte a sur y de este
a oeste. En la construcción de una vía, los
romanos procedían de la siguiente manera: 1. Trazaban el recorrido que debía seguir la carretera y excavaban dos pequeños canales que eran recubiertos por dos hiladas de piedras, quedando así delimitada su anchura. 2. Abrían un canal entre las dos hiladas y ponían en el fondo piedras de tamaño mediano sin argamasa (statumen). 3. Cubrían este primer estrato con una gruesa capa de arena o grava, a veces mezclada con mortero (rudus). 4. Finalmente colocaban un
revestimiento formado por piedras trituradas (nucleus) o por losas de piedra (stratum). El grosor total de esta construcción oscilaba entre un metro y un metro y medio. En las vías romanas había cada mil pasos unos monolitos macizos de forma cilíndrica y de unos dos metros de altura, llamados miliarios. En ellos estaba expresada la distancia entre aquel punto y el de partida o llegada de la vía. En Hispania hay muchos ejemplos de vías con
finalidades primordialmente militares. El principal objetivo de los romanos,
cuando empezaron la conquista de la península ibérica, fue unir la ciudad de
Cádiz, entonces la más importante del sur hispánico, con los Pirineos, punto de
entrada por el norte. Las principales vías romanas de la península siguieron los
fértiles valles de los ríos Ebro, Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir, y la
ruta natural de la costa oriental. El
sentido práctico de los romanos hizo que la romanización fuese también
transcendental en otros dos aspectos: las obras hidráulicas y el derecho. En cuanto a las obras hidráulicas, los romanos construyeron en la península numerosos puentes, acueductos y complejos termales. En Lusitania están los mejores puentes del mundo romano, entre los que destacan el puente de Alcántara y el de Mérida. Los acueductos garantizaban el abastecimiento regular de agua a las ciudades. Su construcción implicaba la conducción del agua desde manantiales alejados de la ciudad. La estructura, que era en su mayor parte subterránea, discurría con una ligera pendiente y era visible sólo en las proximidades de la ciudad. El acueducto terminaba en un colector, a partir del cual una red de tuberías distribuía el agua a los distintos puntos. La construcción de complejos termales refleja un doble
deseo de los gobernantes romanos: embellecer la ciudad y pasar a la posteridad
como benefactores del pueblo. Con los
magníficos recintos de los baños la higiene llegó a las masas y se incorporó a
la vida cotidiana. Se acudía a las termas no sólo para tomar los baños, sino
también para untarse con aceites perfumados, recibir masajes, hacer ejercicio o
tomar algún refrigerio. El Derecho es una de las más grandes creaciones del pueblo romano y, mediante el proceso de romanización, una de sus más valiosas aportaciones a la civilización occidental. De toda la herencia dejada por Roma, ningún otro aspecto continúa teniendo una vigencia similar a la del Derecho Romano. Durante mucho tiempo los romanos se rigieron por preceptos jurídicos inspirados en la costumbre (mos maiorum), que sólo eran conocidos por los magistrados y los pontífices. Ante la protesta de la plebe, una comisión de diez varones (decemviri) se encargó hacia el 450 a. C. de redactar un código escrito, las Leyes de las Doce Tablas, que estuvo vigente hasta el siglo III a. C. A partir del siglo III a. C., juristas y pretores, se encargaron de adaptar las normas jurídicas a las nuevas circunstancias sociales y económicas. Casi un siglo después de la caída del Imperio Romano de Occidente, Justiniano, emperador de Oriente, emprendió la enorme tarea de reunir en un solo cuerpo general las obras de jurisprudencia romana existentes. Esta obra se dio por finalizada en el 533 d. C., y recibió el nombre de Digesto. Lo más llamativo del Derecho Romano, a diferencia de otros derechos nacionales, es que no desapareció al desaparecer el poder político de Roma. Desde la Edad Media, en que fue acogido y asimilado por los pueblos bárbaros, pasando por la Modernidad, hasta el siglo XIX –con el código de Napoleón-, el Derecho Romano no sólo sobrevivió sino que se extendió a otros continentes. El sistema jurídico que nos legó Roma constituye hoy en día el núcleo del Derecho de todo occidente. El Derecho Romano es todavía una asignatura que deben cursar obligatoriamente todos los estudiantes de Derecho. Copyright(c) 2003. Carlos Cabanillas. I.E.S. Santiago Apóstol |