UN
DON. REFLEXIONES ACERCA DE LA ESCRITURA. Hanif
Kureishi
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Recientemente
ha sido publicado su último libro de relatos bajo el título Siempre
es Medianoche. Hanif Kureishi es autor de las novelas El Buda de los suburbios, El album negro e Intimidad -llevada al cine por el director francés Patrice Chéreau-,
el libro de cuentos Amor en tiempos
tristes, y los guiones cinematográficos de Mi hermosa lavandería, Sammy y Rosy se lo montan y Londres
me mata, todas ellos traducidos al español. Esta es una versión de su artículo
“Something given. Reflections on writing”, ensayo no publicado, que contiene
las claves para interpretar los comienzos en la literatura del “Raymond Carver
británico”. UN
DON. REFLEXIONES ACERCA DE LA ESCRITURA
Hanif
Kureishi “Now, whether it were by
peculiar grace. A leading from above, a something given…” Wordsworth. Resolution
and Independence. Mi
padre quería ser escritor. No recuerdo un solo momento en que no quisiera
serlo. Apenas pasaba un día sin ir a su escritorio, temprano, a las seis de la
mañana, vestido con uno de sus muchos trajes y camisas de colores, con gemelos
en los puños, antes de marcharse a trabajar con su maletín, junto a los demás
compañeros. Escribir era para él, pienso, una obsesión, y como todas las
obsesiones, conseguirla era imposible. Esa obsesión le mantenía eternamente
insatisfecho, también vivo. Desempeñaba un aburrido cargo de funcionario y
escribir significaba para él tener algo que desear. Era su “guía”, como
solía decir. También era su guía en el camino de regreso a su hogar, puesto
que en muchas ocasiones escribió sobre la India, el país que abandonó apenas
había cumplido los veinte años, y al que nunca pudo volver. Para muchos de los amigos de
mi padre su dedicación a la literatura era una pretensión absurda, a pesar de
haber publicado dos libros para jóvenes acerca de la historia y la geografía
de Pakistán. Pero para mi padre, a quien le encantaba ver su nombre impreso (le
recuerdo elaborando medias aritméticas
de las precipitaciones atmosféricas, y trabajando en la industria textil), esto
no era escribir de verdad. Él quería ser novelista. Escribió novelas, una tras
otra, sobre aquel escritorio que un vecino le fabricara, en un rincón del
dormitorio que compartía con mi madre. Las escribía, y las volvía a escribir,
una y otra vez. Luego las mecanografiaba y hacía copias con papel de carbón. A
veces, cuando le dolía la espalda, se sentaba en el suelo y escribía con la
columna apoyada en el armario. Todas las mañanas yo oía su despertador y, al
momento, empezaba a aporrear su máquina de escribir. El sonido nos bombardeaba
como disparos de artillería, haciendo temblar toda la casa. También escribía
los fines de semana, durante las tardes de domingo. Le hubiera gustado escribir
por la noche, pero a las nueve se quedaba dormido en el sofá. Mi madre le
despertaba y lo llevaba a rastras en la cama. De algún modo, su
insistencia tuvo recompensa. Cuando cumplió los sesenta años había completado
cinco o seis novelas, numerosos relatos y unas cuantas obras radiofónicas. Para
muchos escritores esto supondría el trabajo de toda una vida. Con frecuencia se
enfadaba: cuando no podía continuar una historia, o cuando estaba demasiado
cansado para escribir. Pero sobre todo, cuando sus editores rechazaban alguno de
sus trabajos, lo que solía ocurrir casi siempre, sin que ninguno llegara al público.
Su desesperación era terrible. Todos nos desesperábamos con él. Pero
cualquier expresión de ánimo de parte de un editor, incluso una carta
ordinaria demostrando interés, renovaba sus fuerzas. Fuera aquello locura o
dedicación, esto depende del punto de vista de cada cual. Al final, todo lo que
deseaba oír era: “Esto es genial, me ha emocionado. Eres un escritor
genial”. Quería ser admirado como él admiraba a algunos escritores. Un día en París, donde yo
vivía entonces, fui a un restaurante con uno de los hermanos mayores de mi
padre. Era uno de mis tíos preferidos, conocido por sus juergas, pero también
por su carácter violento. Después de unas cuantas copas le confesé que había
venido a París para escribir, para aprender a ser escritor. Me insultó sin
compasión: ¿Quién te crees que eres, Balzac? Estás loco, decía, y tu padre
también por animarte. Es pretencioso, estúpido. Por suerte, yo entonces era
demasiado joven como para desanimarme. Sabía cómo mantener vivas todas mis
ilusiones. Eso sí, me sobrecogía al pensar todo lo que mi padre tuvo que
soportar de su familia. Prohibido subir a otro estadio, prohibido soñar. Tal vez, mis tíos y los demás
familiares de mi padre encontraban aquella pasión suya excéntrica porque los
asiáticos que llegaron a Inglaterra no habían logrado desprenderse de sus raíces
lo suficiente como para optar por la profesión de “artista”, tan mal
pagada, tan indulgente. Habían marchado a Inglaterra para ganarse una vida
imposible en el país del que procedían. Por aquella época, a mediados de los
sesenta, las imágenes que llegaban de la India mostraban pobreza, hambruna y
enfermedad. Por el contrario, en el sur de Inglaterra, la gente que había
sobrevivido a la guerra y a los terribles años cincuenta, no dejaban de comprar
frigoríficos, coches, televisores, lavadoras. Para los inmigrantes y sus
familias, el desarraigo es la condición de su existencia. Quieren una vida
nueva y todas las comodidades materiales que la acompañan. Sin embargo, tras
haber sido arrancados de un mundo y arrojados en otro, la tradición, las ideas
convencionales, la inmovilidad es una forma de orden. La vida en el país que
abandonas continúa, pero la vida en la diáspora se mantiene en una extraña
suspensión, como si el desplazamiento ya hubiera causado suficiente trastorno. La cultura y el arte estaban
ahí para otra gente, para los ricos, los autosuficientes, los ya establecidos.
Era ingenuo aspirar a ser escritor, o simplemente un acto pretencioso. Muy pocos
amigos de mi padre leían. Ni siquiera todos sabían leer o escribir. Muchos
acababan de llegar y trabajaban con él en la Embajada Paquistaní. Por la tarde
trabajaban en tiendas, o de camareros, o en gasolineras. Mandaban dinero a sus
familias. Mi padre solía hablarme de tías, hermanos y padres que pensaban que
sus benefactores vivían en la abundancia. Nada sabían ellos del frío y de la
lluvia y de la nostalgia. A veces se organizaban para conseguir enviar a un
pariente a Inglaterra quien, a su vez, estaría obligado a enviar dinero. Algún
día la familia se reuniría con él. Hasta que esto sucedía, el inmigrante
trataría de comprar una casa, después otra. O una tienda, y después una fábrica. Para otros, cuyas familias
estaban en Inglaterra, la educación de sus hijos era primordial. Y esto, junto
con el dinero, era el mejor indicador del progreso logrado en el nuevo país. Y
así, de manera incomprensible para mí, terminaban discutiendo sobre coches. Hasta nosotros tuvimos que
comprar un coche. Casi todo el tiempo estuvo oxidándose a la puerta de la casa.
Mi hermana y yo jugábamos en él, ya que mi padre tuvo que pasar por seis
intentos para conseguir el carné. Estaba convencido de que le suspendían por
racismo. Un día se quejó ante el departamento de reclamaciones de RACE y por
fin aprobó. Poco después, se estrelló con todos nosotros dentro el coche. Escribir era lo único por lo
que mi padre estaba interesado, o lo único para lo que servía, aunque sabía
hacer otras cosas: cocinar, ser un amigo atento y divertido, practicar deportes.
Le gustaba hacer de padre. Su propio padre era médico y había tenido doce
hijos, de los que diez eran varones. Mi padre nunca recibió la atención que se
merecía. Pensaba que su vida había perdido “dirección” por culpa de esa
falta de orientación. Sabía cómo debía ser un padre. No tenía ningún
misterio para él. Los dos solíamos jugar al críquet durante horas en el jardín
o en el parque, íbamos al cine, normalmente para ver películas como “El
desafío de las águilas”, veíamos deporte en la televisión y hablábamos. Mi padre iba a la biblioteca
los sábados por la mañana y muchas veces me llevaba con él. Plantaba sus
cuadernos de notas por toda la casa, en el baño, junto a la cama, en la puerta
de entrada, junto a su sillón para ver la tele, para escribir cualquier cosa.
Estos cuadernillos, que él mismo fabricaba con un trozo de cartón y unos clips
que unían las hojas de papel más extrañas, como los folletos de publicidad
que encontraba en el buzón, cartas del banco, papel que cogía de su trabajo,
sobres. Hacía breves anotaciones animándose a sí mismo: “el secreto del éxito
está en..., para llegar hay que...; se debe empezar por...; así hay que vivir,
que pensar, que escribir...”. Cerraba con fuerza el puño y se golpeaba la
palma de la mano diciendo “es necesario luchar”. Mi padre estuvo enfermo
durante gran parte de mi juventud, padecía muchos ataques dolorosos y
depresivos. Pero incluso cuando estaba en el hospital solía tener un
cuadernillo a mano. A punto de morir hablaba de su último libro como siempre lo
había hecho, con una grandiosidad conmovedora y a la vez enfurecida. “En mi
última novela pretendo mostrar cómo se siente un hombre que...” Mi madre, bastante más
sensata, se preguntaba si no estaría mejor haciendo algo menos frustrante que
encerrarse la mayor parte de su tiempo libre. La vida se le iba y él no llegaba
a ninguna parte. ¿Por qué tenía que escoger el fracaso como escritor antes
que el éxito en cualquier otra cosa? Tal vez los dos podrían hacer aún algo
juntos. Nada cambiaba, ese era el problema. La continua decepción que acompañaba
a su trabajo era difícilmente soportable para los demás, y ese era el ambiente
en el que vivíamos. A veces mi madre sugería que las enfermedades eran
provocadas por su deseo inútil de alcanzar lo inalcanzable. Pero a mi padre no
le gustaba oír esto. Estaba seguro de que ella no
comprendía lo que entrañaba aquella pasión. Pero la verdad es que lo entendía
perfectamente. Él quería llegar hasta la gente. Tenía cosas que decir y quería
una respuesta. Exigía atención. Los editores que rechazaban su trabajo se
interponían entre él y el público que esperaba, según él. Mi padre era un buen
interlocutor, era divertido, hablador, curioso, cotilla y un chismoso. Siempre
estaba preparado para escuchar historias. Luego unía todos los argumentos. Hace
poco encontré uno de sus relatos sobre una pareja de ingleses que vivían en
Madras antes de la Segunda Guerra Mundial. En la historia pronto se revela la
aventura que el criado tiene con su señora. También, casi al final,
descubrimos que este criado mantiene relaciones con su señor. Si bien me
sorprendió esta fértil historia bisexual, siempre supe que tenía cierto
instinto para la ironía, los paralelismos, los giros. Le gustaba la gente y solía
hablar con los vecinos mientras arreglaban el jardín o lavaban el coche, o
mientras esperaban en la estación por la mañana. Solía inventarse nombres
para ellos y se inventaba sus vidas hasta el punto de que yo no podía
diferenciar entre lo que había oído y lo que imaginaba que había oído.
“Imagínate que un día”, me decía, “aquel hombre de ahí decidiera...”
Y así. Como dijo Maupassant: “Nunca puedes estar tranquilo con un novelista,
quién sabe si algún día no te meterá en la cama, desnudo, entre las páginas
de un libro”. Esto divertía mucho a mi
padre y a mí me asombraba. Era casi mágico ver cómo la experiencia podía
convertirse en una historia, y cómo la monotonía y el aburrimiento de un día
corriente podía contener otro significado, simbolismo y hasta belleza. Inventar
y contar historias – esa transacción humana tan necesaria- nos mantenía
unidos. Había risas, contacto, diversión. No sé si este acto de transformación
hacía que mi padre se aferrara más a la vida, o por el contrario le alejaba de
ella como quería, o las dos cosas. Sin embargo, mi padre sabía que en los
suburbios, allí donde esconderse es la única forma de arte, allí donde no
existen la aspiración, los sueños, ni las decepciones, como dijera John
Cheever, allí hay material para un escritor. Tal vez, después de cierta
edad, mi padre no progresó. Aún así permaneció fiel a su idea de escribir.
Era su religión, su razón para vivir, el dios que nunca podría traicionar y
el dios que nunca le abandonaría. La religión
de mi padre suponía una gran fidelidad y compromiso. Un día, en el futuro,
cuando su trabajo fuera publicado y por fin le reconocieran como escritor, todo
lo mejor le pasaría y todo cambiaría entonces. Pero hasta entonces las cosas
seguían igual. Permanecía quieto, y de alguna forma, estancado. A veces se le pregunta a los
escritores, (y sin duda ellos mismos se hacen la misma pregunta), qué pasaría
si nunca fueran publicados sus libros. Creo que la mayoría de ellos querrían
pensar que continuarían escribiendo como hasta entonces, escribiendo lo mejor
que saben sin pensar en el público. Incluso a pesar de que si bien es cierto
que las satisfacciones auténticas son privadas, creo que es importante saber
que hay alguien para responder, aunque no sepas quién es esa persona. Hasta que
no se te publica algo es difícil avanzar. Es tentador pensar que no has
conseguido nada, y que al fracasar en el intento de llegar a otra persona –el
lector- el círculo no se ha cerrado, la carta ha sido enviada pero no recibida.
Tal vez, hasta que ese círculo se cierre, el escritor está condenado a
repetirse, como hace la gente que habla sola, sin que nadie escuche. Y aun así, mi padre nunca
dejó de escribir. Era fundamental, según él, contar estas historias. Como
Scherazade, escribía para vivir. ¿De dónde vienen las
historias? ¿De qué se puede escribir? ¿De dónde sacar material? ¿Cómo
empezar? Y, ¿por qué los escritores se plantean estas preguntas tantas veces? No se trata de ir a comprar experiencias. ¿O sí? Esta idea sugiere que la experiencia
es algo ajeno a ti, y que debe buscarse. Pero en realidad, es una cuestión de
ver lo que hay ahí fuera. La experiencia es lo que realmente sucede. La
experiencia, como el amor y el odio, comienza en casa: en el dormitorio, en la
cocina. Sucede cada vez que la gente se reúne, tanto para quererse como para
darse cuenta de que no te gustan las orejas de tu amada. Las historias están por
todas partes, y se pueden crear a partir de lo más simple. Preferentemente de
las cosas más simples, como diría mi padre, siempre y cuando esas cosas sean adecuadas y precisas, y siempre y cuando el material que se
utilice sea aprovechable, útil y lo suficientemente maleable. He dicho
“utilice” pero si el escritor está atento, las historias que necesita para
dar forma a sus preocupaciones inmediatas ocurrirán inevitablemente. Existen
ciertas ideas, como ciertas personas, hacia las que el escritor está abocado.
Nunca podrá saber por qué esta idea fue escogida en lugar de aquella otra
hasta que no termine la historia. Y ni siquiera entonces. Hay algo, tiene que haber
algo por lo que los escritores nunca llegan a entender del todo lo que hacen.
Sospecha que hay cosas que se pueden utilizar, pero no se sabe qué son. Se
descubre empezando por el principio, y lo que descubres puede que ni siquiera
sea lo que se imaginaba o lo que se suponía al comienzo. Algunas sorpresas
pueden ser desconcertantes. Pero esta útil ignorancia o tensión que provoca lo
desconocido puede ser fructífera, aunque a veces sea poco fiable. El maestro Chekhov nos enseñó
que es en lo ordinario, en el día a día, en lo cotidiano donde ocurren los
acontecimientos más profundos, extraordinarios y conmovedores. Esta observación
de lo ordinario es lo que conecta la experiencia personal con lo universal, con
lo que significa ser niño, padre, marido, amante. Casi todos los momentos más
significativos de la vida resultan insignificantes para otras personas. El arte
consiste en mostrar cómo y por qué son significativos y también por qué
pueden parecer absurdos. El anciano Tolstoy pensaba
que tenía que resolver todos los problemas de la vida, Chekhov entendía que
esos problemas sólo podían ser expuestos, no resueltos, al menos por la parte
de artista que existe en cada uno. Tal vez se pueda ser eficaz como humano, y
Chekhov lo era. Como escritor, sin embargo, prefería el escepticismo a la
moralina o la ideología, que en realidad parecían acabar con todo. Las
soluciones políticas o espirituales hacían el mundo menos interesante. En
lugar de recordarnos su asombrosa y extraña naturaleza, la aniquilaba. Al final sólo queda un tema
para el artista: ¿cuál es la naturaleza de la experiencia humana? ¿Qué es
estar vivo, sufrir, sentir? ¿Qué es amar o necesitar a otra persona? ¿Hasta dónde
se puede conocer a otra persona? ¿Y a uno mismo? En otras palabras: qué es ser
un ser humano. Estas preguntas pueden responderse de manera satisfactoria, pero
hay que hacérselas una y otra vez, cada generación, cada persona. El escritor
comercia con la insatisfacción. Entonces, ¿cómo es posible
que muera la novela, la forma de expresión más sutil y flexible del ser
humano? La literatura está relacionada con la exploración interior de las
vidas de los hombres, las mujeres y los niños. Incluso cuando es humorística,
contempla la vida como algo de lo que merece la pena hablar. Por este motivo la
ficción de aeropuerto, o los blockbuster,
libros que no son más que argumento, nunca podrá ser considerada literatura, y
por tanto, son de escaso valor. No sólo porque el lenguaje con el que se
escriben carece de emoción y agudeza, sino porque no le devuelven al lector la
diversidad y complejidad de su propia existencia. Por este motivo también se
oponen el periodismo y la literatura, en lugar de ser cómplices. Casi todo en
periodismo trata de borrar la personalidad destacando los acontecimientos, o la
“historia”. La personalidad del periodista no tiene importancia. En
literatura, la personalidad lo es todo, y la exploración del personaje, o su
retrato: el tema central es el ser humano. Con frecuencia se pregunta a
los escritores si su trabajo es autobiográfico. Si bien me resulta una pregunta
extraña y redundante (¿de dónde puede proceder una obra si no es del propio
ser?), me pregunto si es porque sigue existiendo cierto misterio acerca de la
transformación de la experiencia en representación. Aun así, esto es algo que
hacemos todo el tiempo. Trabajamos con nuestra vida constantemente. Nuestra
mente genera e inventa sueños, ensoñaciones y fantasías. En todas estas
modalidades podemos comprobar que las ideas más fantásticas y absurdas
contienen la verdadera esencia humana. O tal vez, sirvan para hacernos ver cómo
las verdades importantes requieren adoptar una forma extraña para poder ser
aceptadas. O tal vez, simplemente, los acontecimientos de nuestra vida son muy
extraños. Aun así, es frecuente el
deseo del público por entender la ficción como autobiografía encubierta, o
manipulada o embellecida. Como si necesitáramos una línea divisoria entre lo
que ha sucedido y lo que nos hemos imaginado después a la hora de construir una
historia. Tal vez haya algo infantil en ese “hacer creer” de la literatura
que es desconcertante, algo así como tomarse los sueños en serio. Es como si
viviéramos en demasiados mundos disparatados a la vez: en nuestro sólido mundo
diario y en ese mundo fantástico e inmaterial. Es muy difícil unirlos. Sin
embargo, la imaginación y los deseos de cada uno también son reales. Son parte
de la vida diaria, y la clara distinción entre la suavidad de los sueños y la
dura realidad nunca será posible. Podríamos decir: “vivimos en sueños”. A veces me pregunto si todo
este asunto de la autobiografía no es más que una cuestión de porqué algunas
gentes saben hacer ciertas cosas y otros no saben. Si todo el mundo tiene su
propia experiencia, todos podríamos escribirla y hacer un libro con ella. En
ese caso, los escritores sean, quizás, aquellas personas que se molestan en
hacerlo. Puede que todo el mundo sea creativo, después de todo los niños
empiezan así, imaginando lo que no existe. Siempre están “contando
historias” y “alardeando”. Pero no todo el mundo tiene talento para ello.
Es significativo que ninguna de tantas biografías de Chekhov (algunas contienen
más “hechos” que otras) puede respondernos a la pregunta: “¿Por qué él?”.
Parece un hecho inexplicable que un hombre de su temperamento, educación e
intereses se convirtiera en un escritor excepcional, no sólo de su tiempo, sino
de todos los tiempos. ¿Cómo pudo vivir la vida que vivió y escribir los
relatos y obras que escribió? La respuesta sólo podría buscarse en su trabajo
y siempre será un misterio. Después de todo, todos tenemos una vida, pero cómo
hacer que interese a otros, que sea significante o entretenida, esa es otra
cuestión. Una montaña de acontecimientos no sirven para hacer un
granito de arte. Escribir parece ser todo un
problema. No se trata de sentarse y comenzar a hacerlo a la perfección,
levantarse de la silla, dedicarse a otra cosa durante el resto del día y después,
a la mañana siguiente, comenzar sin ningún tipo de conflicto o ansiedad.
Empezar a escribir, intentar construir algo creativo, implica hacerse muchas
preguntas, no sólo sobre la técnica en sí, sino sobre uno mismo, sobre la
vida. La página en blanco representa esta impotencia. ¿Quién soy?. ¿Cómo
debería vivir? ¿Quién querría ser? Durante mucho tiempo iba a
mi escritorio como si mi vida dependiera de ello. Y así era. Así había hecho
que fuera, como mi padre. Por tanto cualquier abandono parecía una catástrofe.
Por supuesto, como para todos los escritores el deseo de escribir se convirtió
en una tarea árida. A veces me rebelaba contra mi propio escritorio. Si eres
sensato, simplemente no te acercas. Hay muchas otras necesidades inmediatas. Demasiadas paradojas. La
obra tiene que serlo todo. Pero si es demasiado, si no se hace con la suficiente
despreocupación, la imaginación no vuela. Los escritores jóvenes a veces
trabajan y trabajan en la misma obra durante demasiado tiempo, no pueden
soltarla, ni continuar, ni comenzar algo diferente. Esa obra en particular
supone una carga enorme de esperanza, expectación y miedo. Da miedo terminar una obra
porque entonces, en cuanto la entregas, comienza la crítica. Habrá crítica y
denigración. Será como volver a ser joven, cuando estabas sometido a la crítica
de los demás, y parecías incapaz de defenderte , aunque todo ese rechazo que
la gente tiene que afrontar ha sido interiorizada y viene de dentro. A veces,
querrías decir algo así: a nadie le desagrada mi trabajo tanto como a mí.
Recientemente hablaba con una amiga, una escritora profesional, que está segura
de no haberlo hecho tan bien como debía, y por eso no ha escrito nada desde
hace mucho tiempo. Se quejaba de su propio trabajo. “No es bueno en absoluto,
ese es el problema”, decía. Pero, ¿tan bueno como qué? ¿Tan bueno como
Shakespeare? No quieres cometer errores
porque no quieres que ningún fracaso te desmoralice más aún. Pero si no
cometes errores no se consigue nada. A veces tienes que permitirte escribir mal,
se necesita tener confianza en que un mal relato puede conducirte a uno bueno,
en que la cantidad puede dejar asomar la calidad. A veces, también, incluso al
final de un escrito, es necesario dejar los desperfectos: son parte de él. A
veces no se pueden eliminar sin que algo importante se pierda, el sabor o la
energía necesaria. No se puede ser perfecto, pero hay que intentar serlo. Hubo una época cuando pensé
que si escribía como otras personas, si imitaba a los escritores que me
gustaban, sólo tendría que inventar un disfraz. Lo hice durante una época
pero mi auténtico yo insistía en salir. Me llevó un tiempo comprobar que no
es una cuestión de descubrir tu propia voz, sino de ver que ya tienes una voz
al igual que ya tienes personalidad, y que si continúas escribiendo, no tienes
más remedio que hablar, escribir y vivir con ella. Lo que, en cierto modo,
tienes que hacer es posicionarte. El ser humano y el escritor son el mismo.
No hace mucho estuve
trabajando en una película con un director.
Después de examinar varios borradores se acercó a mí con páginas
llenas de notas. Las revisé y sus ideas y preguntas me parecieron perfectamente
legítimas. Aun así, dudé y me preguntaba por qué. ¿Vanidad? ¿Acaso no quería
mejorar mi propia película? Después de pensar en ello, vi que mi primer
borrador era la auténtica expresión de mi voz, de mi visión del mundo. Si
quitaba algo de aquello, no quedaría mucho aparte de una realización técnica
necesaria pero nada inspirada. Uno de los problemas de la
escritura y de utilizar para ello el propio yo es la tarea de volver a los
recuerdos. Sentarse a escribir significa evocar miedos y frustraciones
personales, y sobre todo, conflictos, que son la esencia de la literatura. En
parte, esta es la dificultad que entraña el enfrentarse a la actitud hacia el
aprendizaje que se hereda de padres y profesores, de la experiencia de estar en
casa y en el colegio. Y por las expectativas de todos ellos. Existe la
incapacidad para concentrarse y saber que debes hacerlo por temor al castigo.
Existe el aburrimiento, y la ansiedad al pensar que cosas más emocionantes están
sucediendo en otro lugar. Qué pronto estos recuerdos
de tu aprendizaje traen otras ideas desalentadoras. El poder ilimitado de los
padres y profesores que lo saben todo mientras que tú no sabes nada, por
ejemplo, y cómo, si te opones a ellos, eres tonto o un obstinado. También
recuerdas haber aprendido que el trabajo es aburrido pero que debes soportarlo,
y esa resistencia, soportando cosas de lo más poco interesantes, es una
cualidad necesaria en el mundo de cada día. Has de estar preparado
incuestionablemente para soportar el más profundo tedio, o si no, eres un
indolente o un inútil. Y qué pronto también se
aclaran otras muchas cosas cuando empiezas a escribir. Cuánto deseas tener éxito,
por ejemplo. O cuánto necesitas el
apoyo de algún tipo de reconocimiento, de algún tipo de estatus envidiable que
el escribir aportará. Comenzar a
escribir significa admitir cuánto necesitas ese reconocimiento y qué lejos estás
de conseguirlo. Pero también recuerdas la
concentración de los juegos infantiles: largos períodos de absorción y ensoñación
mientras la imaginación vuela libre. Te concentras por placer, no existe ningún
conflicto. Incluso el propio yo parece desaparecer. Y sin embargo, existe cierta
contradicción. ¿Cómo vas a poder conseguir jugando (jugando con el lenguaje,
jugando con las ideas) el resultado necesario? Después de todo, los niños sólo
se dedican a jugar. No crean objetos completos. No revisan. Sus juegos no van
dirigidos a nadie. Tal vez escribir exige
regularidad en el trabajo y la inspiración y el placer del juego. Pero esta
inspiración y placer no surgen a petición de cada uno. ¿O sí? Los niños
nunca piensan en esto. Si un juguete o un juego no les produce placer, lo tiran
y buscan otro. Pero si hiciéramos esto como escritores, si nos marcháramos
cada vez que nos apeteciera, no conseguiríamos nada. ¿O sí? Una parte
importante de la escritura es encontrar un método que provoque dicha escritura.
Y cómo esa escritura va a crearse depende de las ideas que ya tenemos de
nosotros mismos. No olvidemos que somos nosotros quienes creamos nuestra
creatividad y quienes imaginamos nuestra imaginación. Tienes que afrontar todo
esto a la vez que eres consciente de que estas son, en realidad, cuestiones
relacionadas con quién eres y en quién te convertirás. Empecé a escribir en serio
a la edad de 14 o 15 años. En el colegio ya sabía que lo que me hacían
aprender era irrelevante o aburrido. Los profesores no ocultan el aburrimiento.
Como nosotros, estaban deseando salir. Sentía cómo unos locos me hinchaban de
lo que no quería. No podía absorber la información ni hacerla parte de mí.
Tenía que tratarla de lejos, como la comida más desagradable. La alternativa
era el conformismo, o la rebelión. Y allí estaba la escritura,
como una forma activa de poseer el mundo. Podía ser todopoderoso en lugar de víctima.
Escribir se convirtió en una manera de procesar, de ordenar lo que parecía un
caos. Si escribía porque mi padre lo hacía, pronto aprendí que aquel era el
terreno sobre el que tenía dominio, donde yo mandaba. En el escritorio de mi
estudio, encerrado, cómodo, concentrado, independiente, con todo lo que
necesitaba a mano (música, bolígrafos, papel, máquina de escribir) podía
crear un mundo en el que las estridencias pudieran contenerse, e incluso ser
liberaradas de su veneno. Escribía para sentirme mejor porque a menudo no me
sentía demasiado bien. Escribía para hacerme escritor y alejarme de los
suburbios. Y mientras estaba allí, las historias de mi padre aliviaban aquel
mundo medio muerto. Los relatos eran una excusa, una razón, una forma de
interesarse por las cosas. Buscar argumentos era una forma de intentar ver qué
pasaba dentro y fuera. La gente escribe porque es importantísimo para ellos
contar su propia versión de los hechos sin interrupción. Así es como lo ven,
así pasó todo según ellos: su versión. Necesitan aclarar su propia mente, y
la de todo el mundo. Escribir significa asombrarse por segunda vez de tu propia
experiencia. También significa saborearla. Durante la reflexión hay tiempo
para probar y comprometerte con tu propia vida y su complejidad. La experiencia vuelve una y
otra vez. Si la persona se forma en parte a partir de los golpes, las heridas y
las cicatrices que imprime la vida, entonces escribir es una forma de autocuración.
Sin embargo, la creatividad también provoca perturbación. Es una forma de
escepticismo que ataca lo que está petrificado. Tal vez sea éste el origen de
la disputa entre Rushdie y los mullahs. El arte representa la libertad de
pensamiento no sólo en un sentido político o moral, sino libertad para que la
mente viaje allá donde desee, para expresar deseos peligrosos. Esta libertad,
por supuesto, es una forma de inestabilidad. Los deseos están en conflicto con
lo prohibido, con aquello que no se puede o no se debe pensar, y mucho menos,
decir. La imaginación creativa es agresiva de una forma útil. Subestima la
autoridad. Puede parecer incontrolable. Es erótica y rompe con lo que se ha
hecho sólido. Recuerdo cómo algunos amigos de mi padre se quejaban por algunos
de mis trabajos, sobre todo por Mi hermosa
lavandería. Para los asiáticos que viven en Occidente, o para cualquier
exiliado, el desarraigo intelectual y emocional puede hacerse insoportable. El
artista puede ser una vía hacia lo prohibido, hacia aquello tan peligroso de
contar, pero no siempre se le va agradecer la molestia. También escribí porque era
absorbente. Me fascinaba cómo una cosa llevaba a la otra. Una vez hubiera
comenzado a aporrear mi máquina de escribir en mi dormitorio –justo encima
del cuarto de mi padre- quería saber qué se podría hacer, hacia dónde podría
llevarme la curiosidad. De pronto aparecía en mitad de un relato, en algún
lugar inventado y desconocido, al que sólo podía haber llegado por ser lo
suficientemente valiente como para comenzar. Era impaciente, lo cual suponía un
obstáculo. En cuanto empezaba algo quería terminarlo, quería tener éxito, no
tener que buscarlo, quería ser una persona que ya hubiera escrito muchos
libros, no una persona que sólo está escribiéndolos. Probablemente heredé la
desesperación de mi padre como cierta forma de impaciencia. Todavía soy
impaciente. No es muy agradable sentarte en el escritorio sin que nada pase.
Pero al menos, entiendo lo necesaria que es la impaciencia cuando se escribe
- ese deseo de hacer algo, que ha de luchar contra la necesidad de
esperar, de reflexionar para observar cómo un relato puede desarrollarse o
necesita reposar un tiempo, sin precipitar su conclusión. Cuando, al descubrir mi
interés por la literatura en el colegio, decidí graduarme para dedicarme
exclusivamente a escribir, todo mi entusiasmo y mi espíritu inicial se
esfumaron. Descubrí que una cosa es escribir para ti mismo después de clase
encerrado en tu habitación, y otra cosa es hacerlo ocho horas al día para
ganarte la vida. Fue duro. La única respuesta que obtuve fue el silencio y la
indiferencia. Me privé completamente de la atención de todos y aunque es difícil
escribir en el vacío, eso fue lo que hice. Desde la ventana de mi estudio
observaba a la gente que iba a trabajar y envidiaba sus prisas y sus propósitos.
Sabían lo que hacían: no titubeaban. Me obligaba a sentarme
durante horas sin otro deseo que poder estar en cualquier otra parte. Entonces
me iba a otro sitio pero no quería otra cosa más que volver a mi mesa. Miraba
fijamente al papel, deseando que algo llegara, deseando forzarlo, sabiendo que
no puede forzarse. Pero si no lo intentas un poco, te sientes inútil, como si
no estuvieras haciendo nada. Aprender
a esperar es una prueba que hay que superar en caso de que no sepas lo que estás
esperando. Pronto se me hizo difícil salir. Era casi imposible para mí
comunicarme. No veía ninguna razón para continuar. Todo lo que sentía era
odio hacia los demás y odio hacia mí mismo. Y luego desesperación. Caí en
depresión. No sabía aún hasta qué
punto el placer podía ser parte del trabajo. Tal vez había heredado esto de mi
padre: escribir es una tarea sin premio a la larga. Hay que soportar demasiado
desaliento. La mayor parte es fracaso y desaliento, una especie de martirio
prolongado. En realidad, ese no fue mi caso. En cuanto comencé a escribir
obras, estas eran publicadas. Sin embargo, vivía como si realmente se tratara
de un martirio. Yo sabía que era escritor,
pero nadie más parecía ser consciente de este importante hecho. Yo sabía que
era escritor pero no había escrito nada que me gustara, nada que fuera útil o
bueno para nadie. En realidad, no sabía qué escribir. No sabía qué debían
decirse mis personajes. Escribía una línea, la tachaba, escribía otra, la
tachaba, y me odiaba por mi fracaso. Escribir era una excusa para atacarme a mí
mismo. Mi padre me había animado y desanimado en mi esfuerzo. Podía ser cáustico,
tajante, brusco. Su malestar consigo mismo y con su propio fracaso me
atormentaba. Tenía miedo de escribir
porque me avergonzaban mis sentimientos y mis creencias. La práctica de
cualquier forma de arte pueden ser una buena excusa para auto compadecerse.
Necesitas cierta desvergüenza para ser artista. Pero para no tener vergüenza
tiene que no importarte quién eres. A veces, a los escritores
les gusta imaginar que la dificultad de ser escritor se encuentra en convencer a
los demás que eso es lo que realmente eres. Sin embargo, el problema está en
convencerte a ti mismo. Puedes verte atrapado en una extraña paradoja
Becketiana. Existe la presión interna por lo que tienes que decir. A la vez,
estás poseído por la futilidad de la escritura. La imagen que tengo es la de
una boca abierta, sin decir nada. Es como si hubieras traducido tus palabras a
un lenguaje cero justo en el momento de pronunciarlas, por temor a oír lo
poderosas que pueden llegar a ser. Si no adoptas ningún
compromiso, si lo tomas medio en serio y no te crees del todo el proyecto de la
escritura, puedes salir de ello sin la sensación de haber fracasado. Recurres a
otros para convencerte de algo en lo que ni tú mismo crees. Pero ellos perciben
tu escepticismo y te lo devuelven. Sólo cuando te entregas a tu trabajo
consigues llegar a algo. Pero, ¿cómo llegar? Aquellas personas que
caminaban por la calle tenían una “disciplina”. Seguramente, si yo quería
llegar a algún sitio, tenía que sentarme durante horas. La disciplina es una
forma de violencia e implica la supresión de otros deseos. Se convierte en algo
necesario cuando en realidad querrías estar haciendo otra cosa. A veces es
importante creer que detrás de cualquier cosa que merece la pena se encuentra
la dificultad. Se cree que cuanto más difícil es escribir algo, cuanto más
doloroso es el parto, mejor será. Si los artistas sufren no es
sólo porque su trabajo implica sacrificio y dedicación. Es porque tienen que
mantenerse en contacto con el inconsciente. Y el inconsciente, rebosante de
deseo, es ingobernable. Así es cómo se representa la creatividad, como una
fuerza incontrolable, un instinto animal que ha de suprimirse. Los escritores se
convierten en representantes de esa fuerza incontrolable que se encuentra dentro
de cada uno de nosotros. Tienen que vivir con ella todo el tiempo. Es el precio
que pagan por el “talento”. Si la mayor parte del mundo burgués tiene que
vivir vidas ordenadas, los artistas inventan una especie de loca existencia para
aquellos que no saben hacerlo. Una de las condiciones para
ser escritor es la habilidad para soportar y disfrutar de la soledad. A veces te
levantas de tu escritorio con la sensación de que tu mundo interior tiene más
sentido que el mundo real. Aun, la soledad –condición de todo trabajo
creativo e intelectual importante- no es algo que se pueda aprender, ni se le
atiende como una práctica humana necesaria. Las personas evitan con frecuencia
la soledad que necesitan porque se sienten culpable de excluir a otros. Pero
encerrarte, concederte tiempo para una exploración sosegada de los estados
interiores donde la experiencia pueda ser procesada, donde las intuiciones
gobiernen, donde lo turbio y lo incoherente puedan ser analizados y donde la
mente se aleje sin distracciones para considerar lo que necesita, es algo
esencial. En esta soledad puede que haya desesperación. Puede que uno sea
consciente de que existe demasiada experiencia y sufra la incapacidad para ver,
temporalmente, qué posibilidades creativas ofrece. La soledad para escribir no
es igual a abandono o alejamiento. Cuando las palabras fluyen, el yo desaparece
y tus ansiedades, dudas y reservas quedan suspendidas. No se abandona a un yo. Y
sin embargo, la soledad puede mezclarse con el abandono. Se puede engañar uno
mismo pensando que todo lo que se
necesita viene de dentro, de la imaginación, que la gente que inventas y que se
mueven como personajes pueden proporcionarte lo mismo que te proporciona la
gente real. De alguna forma, estás exigiendo demasiado al arte. Has de aprender
a separar las cosas. En este sentido, la escritura, o hacerse escritor es, como
la sexualidad, un paradigma para el aprendizaje de cada cual y para las
relaciones de todos. Concebí la idea de que lo
se convertiría en El Buda de Suburbia
en el balcón de una habitación de hotel en Madras, el lugar donde nació mi
padre. Hasta entonces, como escritor profesional, había creado obras y películas,
aunque ya había publicado el primer capítulo de El
Buda de Suburbia como una novela corta. Desde que apareció publicado, los
personajes y la situación permanecían conmigo. Normalmente terminas algo con
una sensación de alivio. Terminas porque te aburres y, de momento –hasta la
próxima vez- has dicho todo lo que podías. Pero apenas había comenzado. Sabía
(me lo decía mi emoción) que tenía material para escribir un libro: Londres
Sur en los años 70, creciendo como un crío medio Asiático, el pop, la moda,
las drogas, el sexo. Debía encontrar una forma de organizar todo aquello. Frecuentemente,
para empezar a escribir lo único que necesitas es una idea, un origen,
una foto, una pista, un momento, una excusa para reunir todo lo que has estado
pensando, de manera que todo encaje en su sitio. En la búsqueda de historias lo
que anhelas es algo posible y maleable que conecte con las cosas que estás
pensando en ese momento. Tengo que admitir que con El Buda de Suburbia estaba muy contento con la idea de estar ocupado
dos años, de tener lo que, para mí, era un gran proyecto. Releyendo el diario que en
aquella época seguía, puedo ver cuánto sabía de lo que estaba haciendo, y, a
la vez, qué poco. Tenía que ser un descubrimiento de lo que ya había allí.
Recuerdo una frase de Alfred de Musset: “No es trabajo. Es sólo escuchar. Es
como si algún desconocido te hablase al oído” Pasé años intentando
desbloquearme quitando obstáculos e intentando crear una vía libre entre el
pasado y mi pluma. Entonces, como ahora, escribí páginas y páginas de notas,
palabras, frases, estrofas, biografías, todo sin conexión alguna en aquel
momento. Había mucho material pero era caótico. Necesitaba orden, pero
demasiado orden demasiado pronto, era más peligroso que el caos. No quería
constreñir mi imaginación justo cuando estaba explosionando, incluso a pesar
de que me sintiera inestable. Un control férreo impide que pase nada
interesante. De algún modo, tienes que reunir todas las piezas del rompecabezas
sin saber si encajarán. La forma o el cuadro completo es algo que descubres más
tarde. Tienes que creer, a pesar de que la única certeza de tu creencia sea la
vaga intuición de que una historia completa saldrá a la luz. Ya tenía el ambiente. Pero tenía
que inventar los personajes y los detalles (todo el mundo del libro). Era
esencial establecer el tono, la voz, la actitud, mi enfoque de todo el material,
y cómo quería que el personaje principal, Karim, se expresara.
Una vez hube encontrado el tono, el trabajo adoptó vida propia. Veía
perfectamente qué debía incluir y qué debía descartar. Podía oír las notas
desafinadas. El Buda de
Suburbia fue
escrito desde dentro de mí, lo cual puede a veces dificultar la escritura, o
facilitarla. Sabía que los preparativos –la vida- ya habían tenido lugar.
Pero cuando se escribe tan desde dentro, hay más lugar para la vergüenza y el
pudor. Incluso estos personajes forman parte de ti de tal manera, que casi
olvidas transferirlos al papel, creyendo que, de alguna forma, ya están en él. Existen otros peligros.
Puedes desear poseer el control que te otorga la escritura, pero esto a veces se
convierte en una perturbadora forma de omnipresencia. En el mundo imaginario
puedes mantener a ciertas personas vivas y destruir o reducir a otras. Las
personas se puede convertir en figuras trágicas, cómicas o inconsecuentes. Están
en el centro de tu propia vida pero puedes transformarlas en extras. También te
puedes convertir a ti mismo en héroe o un loco, o en las dos cosas. El arte
puede convertirse en venganza y en una cura. Esta puede ser una enorme fuente de
energía. Sin embargo, los deseos y anhelos provocados por una imaginación
libre, puede convertir al escritor en un ser temeroso y culpable. Hay ciertas
cosas que piensas que mejor es no conocer. A la vez sabes que estos pensamientos
son importantes y que no puedes avanzar sin haberlos expresado. La escritura
puede adoptar, por tanto, la forma de una infidelidad o de una traición desde
el momento en que la pluma revela secretos peligrosos. Así, el problema con la
exploración o con los experimentos, no es que no encuentres nada, sino que
encuentres demasiado, y ese demasiado también cambiará. En estas
circunstancias lo más fácil es no escribir nada o bloquearse. Si somos
criaturas que necesitan y adoran imaginar, entonces la pregunta es: ¿cómo, por
qué y cuándo deja esto de suceder? ¿Por qué la imaginación es tan
aterradora que tenemos que censurarla? ¿Qué puede ser, por así decirlo, lo
imaginable? Un cuaderno lo contiene
todo, conserva toda información importante. Un cuaderno puede, a veces, hacer
de agujero, como la manera de mantener lo inaceptable a cierta distancia,
incluso a pesar de que continuamente nos recuerde que está ahí. Una vez me hube embarcado en
El Buda de Suburbia encontré personajes y situaciones que no podía
haber planeado. Changez, por ejemplo, era un personaje que surgió de una fuente
desconocida. Sabía que Jamila tenía que tener un marido que nunca hubiera
estado en Inglaterra antes. En mi diario de enero de 1988 anoté: “Una parte
de mí quiere que este personaje lea a Conan Doyle. Otra parte de mí quiere que
sea inculto, un paleto. Intenta las dos cosas”. En un principio había
imaginado una figura cruel y tiránica que se enfrentara con Jamila. Pero esa
crueldad no encajaba con el tono de la novela. Experimentando descubrí que la
inocencia que le había concedido a Changez me ofrecía la oportunidad de
emplear la ironía. Si los matrimonios concertados son una afrenta contra la
idea romántica de que el amor es algo que no puede ser pactado, ¿qué pasaría
si Changez se enamorara de su mujer? ¿y qué pasaría si ella fuera lesbiana? Muchas de las ideas que probé
a llevar a cabo en el libro parecía excéntricas cuando las concebía: me enseñé
a mí mismo a no desconfiar demasiado de lo extraño. Habría cosas que
sorprenderían a los lectores, tal y como me sorprendieron a mí mismo. Cuando se realizaron mis películas
y se publicaron mis libros, mi padre estaba encantado, también sorprendido. Era
lo que quería, sólo que me sucedía a mí, no a él. Hacia el final de su
vida, período que coincidió con mi reconocimiento como escritor profesional,
era cada vez más franco. Dejó su empleo, escribió más y envió sus libros a
las editoriales con evidente desesperación. A veces me culpaba por su fracaso.
¿Acaso no podía yo ayudarle como él me había ayudado a mí? A pesar de estar
orgulloso de lo que yo hacía, mi éxito era una burla para él. Por primera vez
estaba resentido. Si yo podía hacerlo, ¿por qué él no? ¿Por qué hay gente
que sabe contar chistes, imitar, hacer malabares con cuchillos y balancear
platos con la nariz, mientras otros sólo saben hacer suflés? ¿Por qué la
gente insiste en querer hacer aquello para lo que nunca servirán? ¿Tan difícil
es escribir? Sólo si no sabes hacerlo. Me gusta trabajar todos los días por la mañana, como mi padre. Así le soy fiel a él y a mí mismo. Lo echo terriblemente de menos si no lo hago. Se ha convertido en una costumbre pero no es sólo eso. Le da sentido a cada uno de mis días. Nunca me aburro haciendo lo que hago. Ahora me dedico a ello con más entusiasmo. Y claro, hay menos tiempo cuanto más hay que contar sobre el proceso mismo del tiempo. Hay más personajes, más experiencias y multitud de maneras de narrarlos. Si escribir no fuera difícil, no sería tan divertido. Si resultara demasiado fácil, podrías tener la impresión de no haber captado la historia, de haber omitido algo esencial. La dificultad es intrínseca al propio trabajo, donde en realidad debe estar, no provocando una crisis personal. No creo que a medida que envejeces te hagas más hábil, pero sí menos temeroso de las consecuencias imaginables. Ha sido difícil despejar el camino. Es ahora cuando comienza el trabajo. http://www.hanifkureishi.com/
(versión en inglés del artículo) http://www.emory.edu/ENGLISH/Bahri/Kureishi.html
(biografía y breve selección bibliográfica) http://homepages.nyu.edu/~abb6418/hanif.htm
(página no oficial) http://www.elperiodico.com
(crítica del último libro de relatos) |