(Un tema de cultura clásica)
Juan
Silveiro
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Cuando hablamos de Roma solemos referirnos a su gran imperio, a las impresionantes conquistas de su ejército, a las batallas ganadas, las ciudades arrasadas, los enemigos sometidos... Sin embargo, acostumbramos a olvidar que el hombre romano era una persona como cualquiera de nosotros, una persona que amaba, odiaba, sufría, lloraba, tenía cada día alegrías y decepciones. Y es esto, en verdad, lo que más nos une a esos hombres de hace 2.000 años, lo que nos permite reconocer en ellos nuestras raíces, porque sus sentimientos son los mismos sentimientos que nosotros padecemos, son el hilo invisible que une los espíritus de los hombres. Vamos a dedicar este tema a ver cómo sentían los romanos el amor, cómo lo expresaban, cómo se declaraban, cómo sufrían desengaños amorosos... En fin, el amor, que es Roma al revés. Y es que el amor se encuentra en las mismas raíces del pueblo romano. Venus, diosa del placer y del amor, es la madre de Eneas, fundador del linaje romano; los gemelos Rómulo y Remo, fundadores de la ciudad de Roma, fueron fruto del amor del dios Marte por Rea Silvia. Veamos cómo era el amor entre los romanos. 1. EL ARTE DE AMAR. Para abordar el tema del amor vamos a seguir el texto de Ovidio, poeta romano de finales del siglo I a. de C. y comienzos del I d. de C., que, en su obra El arte de amar, nos ha dejado una auténtica guía de las relaciones amorosas.
El plan que, según Ovidio, ha de seguirse en el amor se resume en
buscar, conquistar y conservar; todo ello siguiendo una serie de consejos
que vamos a ver a continuación.
a) Buscar.
Dice Ovidio que el objeto de nuestro amor hay que buscarlo en
cualquier parte: en los paseos, en el foro, en el teatro y, por supuesto,
en los banquetes: Dispone
el vino los ánimos y los hace aptos para los ardores amorosos (...) Mas,
en tal ambiente, no te fíes demasiado de la falaz lámpara: tanto la
noche como el vino estorban para juzgar la hermosura.
Por su lado, las mujeres no deben ocultarse, sino dejar que las
vean en todas partes: que el nuevo amante puede aparecer tras cualquier
esquina: La multitud os es útil, hermosas mujeres: andad a menudo por ahí, fuera de casa. Adonde hay muchas ovejas tiende a ir la loba para apresar una... (...) Que la mujer bonita se dé también al pueblo para que la vean. Tal vea aquél a quien atraiga sea uno de entre la muchedumbre (...). Muchas veces en el funeral del marido se encuentra ya otro marido.
b) Conquistar.
Citemos los consejos más importantes que da Ovidio al joven que
quiere conquistar a la muchacha que haya elegido. Lo primero de todo es
tener confianza en uno mismo: Lo primero, invada tu mente la confianza de que a todas las puedes conquistar; las conquistarás (...). Hasta ésa de la que puedes creer que no quiere, querrá: el placer furtivo le agrada tanto a la mujer como al hombre.
También debe el hombre cuidar su aspecto físico: Agraden los hombres por su limpieza y corrección (...); que les caiga bien y esté sin manchas la toga; los dientes sin sarro; no tengas la boca maloliente y desagradable el aliento; ni hieras el olfato con olor a macho cabrío y a padre de rebaño.
El hombre debe ser aseado, pero no excesivamente remilgado: Mas
evitad a esos hombres que hacen profesión de su elegancia y se sacan el
tupé al peinarse; las cosas que os dicen se las han dicho a mil mujeres
(...). ¿Qué hará una mujer con un hombre más afeminado que ella misma
y hasta puede que también con más cortejadores?
La limpieza es necesaria en el hombre, para que no le ocurra lo que
a un tal Emilio, al que el poeta Catulo le dedicó este duro poema: No creo, válganme los dioses, que pueda establecer ninguna diferencia entre olerle la boca o el trasero a Emilio. Ni la una está más limpia, ni el otro más sucio, y, con todo, su trasero es aún más limpio y mejor, pues no tiene dientes, mientras su boca tiene unos dientes de pie y medio y unas encías como las de una caja de carro viejo, sin contar con una risa que recuerda la vulva, abierta por el calor, de una mula meando.
La mujer no sólo debe ser limpia, sino también debe arreglarse
muy bien: La belleza es don divino; mas..., ¿cuántas pueden enorgullecerse de poseerlo? Gran parte de vosotras carece de él. Los cuidados os darán su apariencia (...). En cuanto te sea posible, oculta los defectos de tu cuerpo. Si eres de corta estatura, permanece sentada (no sea que parezcas estarlo aun poniéndote de pie), y estírate cuanto puedas al yacer en tu lecho (...). La que sea demasiado delgada póngase vestidos de grueso tejido (...); la pálida, tíñase el cuerpo con varas de púrpura; los pechos pequeños hágaselos resaltar con un corsé; la que el aliento le hieda, nunca hable estando en ayunas y manténgase siempre a distancia del rostro del hombre.
Además del aseo personal, el hombre debe cuidar su forma de
comportarse, y ser galante en todo momento, por ejemplo en el banquete: Haz por coger tú el primero la copa que sus suaves labios hayan tocado, y bebe por la parte por donde la joven haya bebido; y cualquier manjar que con sus dedos hubiere rozado ella cógelo tú, y al cogerlo, procura algún contacto con su mano. (...) Y cuando, levantados los manteles, se retiren ya los convidados, el mismo barullo te dará ocasión de acercarte: incrústate entre la turba, y arrimándote ligeramente a la hermosa mientras anda, pellízcala en el talle con suavidad, toca su pie con el tuyo...
Estas son las normas para los hombres; pero, ¿cómo deben
comportarse las mujeres en el banquete?: Llega con retraso y entra con gallardía hasta un sitio donde la lámpara quede detrás de ti: tardando, harás más grata tu venida, pues la tardanza es la mejor alcahueta: aunque seas fea, parecerás hermosa a los ya bebidos, y la misma noche con sus tinieblas disimulará tus defectos. Toma los manjares con la punta de los dedos, pues la manera de comer tiene su importancia; y no te embadurnes toda la cara con la mano sucia (...). Es más indicado y favorece más a las mujeres el beber (...). Mas atiende lo mismo a que tu cabeza resista y estén firmes tu ánimo y tus pies y no veas doble lo que es único. ¡Fea cosa una mujer que yace empapada en vino! ¡Se hace digan de que abuse de ella cualquiera!
En los momentos oportunos, los hombres no duden en recurrir a las lágrimas
y a los besos: Las
lágrimas ayudan también: con lágrimas conmoverás al acero (...). Si te
faltan las lágrimas -pues no siempre vienen a tiempo-, tócate los ojos
con la mano ungida. ¿Y quién que sea entendido no mezclará besos a las
palabras tiernas? Aunque ella no te los dé, arráncaselos tú no
obstante. Quizá al principio luche y te diga «¡Sinvergüenza!»; pero
aun mientras luche querrá ser vencida. Ten sólo cuidado de no lastimar
con tus arrebatos sus tiernos labios, no sea que pueda quejarse de tu
brutalidad.
Pero, claro, también las mujeres son astutas: Haced -y es cosa fácil- que nos creamos amados (...). Mire la mujer con ternura al joven, suspire profundamente y pregúntele con ansias por qué viene tan tarde. Añádanse las lágrimas, y un fingido dolor a propósito de la rival, y el arañarle el rostro al hombre. Bien pronto se persuadirá hasta decir compadeciéndose: «¡La pobre, está loca por mí!»... Sobre todo si es presumido y le gusta mirarse al espejo, se creerá capaz de enamorar a las diosas.
En los momentos críticos lo que hace falta al hombre es decisión
y, si es preciso, el uso de la violencia: ¡Llámenlo
violencia si quieres: es una violencia que agrada a las jóvenes! Lo que
les gusta quieren muchas veces haberlo dado sólo contra su voluntad. Toda
aquella que por un súbito arrebato de pasión es violada queda gozosa, y,
para ella, esa maldad tiene la valía de un regalo. En cambio, la que
pudiendo haber sido forzada escapó intacta, por más que simule alegría
en el rostro, estará triste.
Un último consejo: el hombre deberá siempre llevar la iniciativa: ¡Ah,
demasiado creído de su guapura será el joven que espere que antes le
ruegue la hermosa! Ataque primero el hombre. (...) Si adviertes, sin
embargo, que con tus ruegos le entran ínfulas, deja el camino comenzado y
vuélvete atrás: muchas desean al que las rehúye y aborrecen al que
insiste con exceso. c) Conservar.
Una vez hayamos hecho la conquista, ¿qué debemos hacer para conservar el
amor? Lo primero de todo es ser digno de ser amado: Para
que te amen, sé amable; lo cual no te lo dará solamente tu tipo o tu
cara bonita. (...) Añade a los atractivos del cuerpo las dotes de tu
ingenio. Frágil bien es la belleza, y a medida que pasan los años mengua
y su misma duración la va consumiendo. (...) Sólo el espíritu permanece
hasta la muerte.
Hay que ser condescendiente con la amada: Si
tu amiga te contradice, cede (...). Haz por representar únicamente los
papeles que ella te imponga. Cuando censure, censura tú; todo lo que ella
apruebe, apruébalo; di lo que diga; niega lo que niegue. ¿Se ríe? Ríete
con ella. Si llora, acuérdate de llorar.
Por su parte, las mujeres no deben entregarse fácilmente: Lo
que se da fácilmente, mal puede nutrir un amor duradero: a los alegres
goces hay que mezclar alguna que otra repulsa (...). Lo empalagoso no lo
soportamos; el apetito se nos excita con algún agrio jugo.
Los halagos, aun fingidos, son también buenos para conservar el
amor: Pero,
quienquiera que seas tú, que procuras conservar a tu querida, ingéniatelas
de tal modo que te crea entusiasmado por su belleza. (...) Evitad sobre
todo echarles en cara a las mujeres sus defectos (...). Llama morena a aquélla
que sea por sangre más negra que la pez ilírica; si es bizca, dile que
se parece a Venus; si de ojos amarillos, que a Minerva; llama esbelta a la
que por su delgadez apenas se sostiene; di manejable a la que sea menuda,
y llenita a la reventona, y ocúltese el defecto con la cualidad más
cercana. Y no le preguntes por qué año va ni en qué consulado nació
(...), sobre todo si ella no está en la flor de la edad y se le han
pasado sus mejores tiempos y se quita ya las canas.
Es fundamental ocultar bien las infidelidades: Cuida
de no regalar a una nada que pueda otra reconocer, y que tus culpables
desahogos no sean a una hora determinada; y para que una mujer no te coja
en los escondrijos que ella ya sepa, no te cites con todas en el mismo
sitio. (...) Si algunas de tus hazañas, aunque las ocultes bien, llegan a
descubrirse, por más patentes que queden, niégalas tú en todo momento.
Es bueno, de vez en cuando, provocar los celos: Haz,
para recalentar su entibiado amor, que tema perderte y que las sospechas
de tu traición la pongan pálida. (...) Si me preguntas cuánto ha de ser
el espacio en que se queje con motivo, te diré que poco, no sea que dilatándolo
su enojo cobre fuerzas. (...) Cuanto más se haya enojado, cuando parezca
ciertamente una enemiga, pídele entonces negociar vuestras paces en la
cama: se amansará.
En la cama, donde habita la Concordia, también hay que saber
comportarse: No apresures el placer de Venus, antes al contrario, vete procurándolo poco a poco, retardando su término en lo posible. Cuando hubieres hallado aquellos sitios que a la mujer le gusta que le toquen, no te impida el pudor tocárselos. (...) Que la mujer sienta desfallecida el goce desde lo más hondo de sus médulas, y que la cosa agrade a los dos por igual. Y no cesen las palabras tiernas ni los placenteros murmullos, ni dejen de pronunciarse en medio de los deleites frases licenciosas. Tú misma, a quien la naturaleza no haya concedido sentir el placer, finge con algún son engañoso que experimentas los dulces goces (...). Cuida sólo, cuando finjas, que no se te note.
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